La alimentación y el culto al cuerpo son hoy día dos grandes focos de atención a nivel social y personal. En las últimas décadas los hábitos de vida saludables en relación a la comida y el ejercicio físico han adquirido importancia convirtiéndose en un área de cuidado y bienestar para multitud de personas.
Fijar la atención en la conducta alimentaria nos ha permitido descubrir su importancia, trabajar sobre su impacto en la salud y fomentar su cuidado. Sin embargo, al atender a ello descubrimos también que un comportamiento tan natural como “alimentarse” no siempre se desarrolla de manera sana, si no que lleva consigo aspectos disfuncionales, desadaptativos o que generan sufrimiento y enfermedad. Es en éste contexto donde aparecen los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA), definidos por el Manual Diagnóstico Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM- 5) como: “la ingesta de alimentos caracterizada por una alteración en la alimentación o en el comportamiento relacionado con ella que lleva alteraciones en el consumo o la absorción de los alimentos y que causa deterioro significativo de la salud física o del funcionamiento psicosocial”. Entre los trastornos que recoge el Manual, son anorexia (tanto nerviosa como restrictiva) y bulimia los más conocidos y de mayor prevalencia. En la última edición se incluyen además el “trastorno por atracones” y el “trastorno por evitación/ restricción de alimentos”, dos etiquetas que han generado cierta controversia y sobre las que es interesante reflexionar, pues a pesar de incluir una lista de criterios diagnósticos da lugar a plantearse si lo que comúnmente llamamos “hacer dieta”, “estar a régimen”, “darse un capricho”, “comida trampa en planes de entrenamiento”, “alimentos prohibidos” … no tienen un componente de evitación, restricción o atracón. Independientemente de la etiqueta o diagnóstico que pudiera utilizarse, es fundamental profundizar en la relación entre psicología (concretamente las emociones), y la comida. Desde el punto de vista psicológico es necesario analizar y comprender cuál es la función que cumple el comportamiento/ acción de alimentarse, para así, poder gestionar aquellos comportamientos respecto a la comida que, en lugar de contribuir al bienestar, generen sufrimiento.
Desde pequeños comenzamos a crear asociaciones entre emociones y comida. En algo tan sencillo como las celebraciones, donde nos juntamos con nuestros seres queridos en un ambiente social de diversión aparece la comida como centro de la escena. En general, celebramos con comida y bebida, asociamos emociones, acciones y pensamientos agradables de alegría, diversión, compañía y ocio con alimentos concretos (dulces, alcohol, comida rápida...) y mayores cantidades de éstos en comparación a otros contextos. De la misma manera que asociamos emociones agradables, sucede con las menos agradables (tristeza, culpa, ira…), ejemplo claro de dicha asociación podemos observarla en multitud de películas y series donde el/la protagonista consume alcohol para enfrentar alguna situación temida o trata de aliviar la tristeza con un gran tarro de helado…
La estrecha unión entre emociones-comida no es negativa en sí misma, pues permite crear contextos en los que desarrollarnos socialmente, generar vínculos, poner en marcha estrategias de afrontamiento… en definitiva, es un componente natural del ser humano. El “problema” aparece cuando dicha asociación se da siempre de manera automática, sin consciencia, y la comida, el acto de alimentarse se convierte en una estrategia para evitar nuestras propias emociones, para esquivar aquello que tememos, como estrategia de control… Esto deriva en acciones concretas como comer sin hambre, autocastigarse al haber comido de más, restringir alimentos o prohibirlos y en general, desarrollar una insana relación con la comida.
En esta línea podemos comprender por qué existe una tasa tan elevada de fracaso en las dietas (entendiendo dieta como un plan de alimentación para alcanzar un objetivo concreto). Es frecuente que muchas de estas dietas que no obtienen éxito tengan como base la restricción calórica o de alimentos y grupos de alimentos específicos, lo que lleva consigo una asociación directa de “alimentos prohibidos” que se convertirán más bien en “premio o capricho ocasional”. Si prestamos atención a la función y las emociones, es fácil comprender que dicha dieta no será sostenible en el tiempo, puesto que no está generando un hábito si no la obligación de alcanzar un objetivo, planteándonos el camino como “tengo/ debo que”, “no puedo comer esto” ... En el momento en el que nutrirse pasa por un control estricto aparecen ansiedad, tensión, miedo… que fácilmente llevan a acudir a aquellos alimentos que están prohibidos, pero ahora hacen de recompensa y “premian” todo el esfuerzo anterior. Es aquí donde pueden aparecer atracones o comer para aliviar la tensión y ansiedad, con la consiguiente aparición de culpa y autocastigo… Se crea un círculo vicioso en el que “no debo comer esto… pero me apetece, un día es un día, no lo volveré a comer…lo como y me siento culpable”. Aparecen en el cuerpo una mezcla de sensaciones físicas que terminamos llamando “hambre” y que con frecuencia sirven de distractores en los que poner la atención y desviarla de nuestras propias emociones o de aspectos pendientes de afrontar, y además sirve momentáneamente de premio… “La pescadilla que se muerde la cola”.
No es necesario “estar a dieta” como tal para reflexionar y recordar algún momento en el que la comida haya cumplido en nuestra vida diferentes funciones y observar cómo varían nuestras acciones (los alimentos concretos y la manera en la que comemos), nuestras emociones (lo que sentimos mientras nos alimentamos) y pensamientos (si pensamos sobre lo que comemos o lo hacemos sin pensar en ello): comer para sanar molestias digestivas, comer algo que nos encanta para disfrutarlo, comer por ansiedad, comer por aburrimiento, comer “lo que toca”, comer en una celebración… Poder distinguir lo que hacemos en positivo y en negativo nos da libertad para elegir y mejorar la relación con la comida. Es decir, comer para nutrirnos, disfrutar, cubrir la necesidad de hambre… o comer para aliviar nervios, angustia o controlar.
De nuevo, el autoconocimiento es la clave para romper los automatismos y desvincularnos de la asociación emoción-comida cuando sea necesario. En general, “autoconocerse” pasa por parar, reflexionar sobre mi relación con la comida, preguntarme qué me sienta bien, qué función cumple en mi vida, si tiendo a castigarme mediante restricciones, atracones, castigos, compensaciones… No se trata de etiquetar individualmente si existe o no un trastorno de la conducta alimentaria, sino más bien, reflexionar sobre el comportamiento alimentario en sí, atender conscientemente a cómo comemos, poder detectar la función que cumple (“¿para qué estoy comiendo?”) y mantener una sana relación con la comida. Para ello, es necesario detenerse a observar lo que hacemos, cuáles son nuestras necesidades y cómo las cubrimos, solo así podemos gestionar lo que sentimos y darnos cuenta de si la comida está sirviendo de estrategia para evitar, controlar o distraernos de algún asunto que afrontar.
En la actualidad existe gran cantidad de información accesible referente a la nutrición y la salud que puede ser de gran utilidad para conocer aquellos alimentos que más nos pueden aportar y los que son perjudiciales, incluso comprender el funcionamiento de la industria alimentaria, investigar sobre tipos de dietas… Siempre atendiendo a nuestros propios objetivos y bienestar y seleccionando información de calidad. Por último, es imprescindible destacar la importancia del abordaje multidisciplinar en un tema como la alimentación, tanto en intervenciones profesionales como para la reflexión personal, puesto que la relación emociones-comida, ha de gestionarse desde ambas partes, psicología y nutrición (lo que pienso, siento y hago; y los alimentos, cantidades y contextos que me ayudan).
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